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El hombre que detuvo su reloj en una carretera de la espera

Por Pedro Jorge Solans

(escritor, periodista y editor)

Uno de los inmensos legados que dejó Facundo Cabral fue la gran cantidad de grupos de seguidores que se fueron formando en las redes sociales y que trascienden a su música. En ellos, se postean historias de grandezas, miserias y hechos humanitarios que golpean la sensibilidad de quienes buscan un sentido a los pasos que se dan en este mundo.

En uno de esos grupos, Catalina Cruz hizo foco en una historia provocada por la migración forzada que se produce en países centroamericanos y en México, donde miles y miles de personas ven en Estados Unidos la meca de su sobrevivencia. Con el breve informe publicado el pasado 25 de julio, se pudo recrear una especie de holograma del eterno Facundo Cabral.

Un anciano de 92 años, Antonio Pineda Duarte, camina desde hace once por las rutas de Guerrero, México, buscando a los tres hijos que emigraron a Estados Unidos.

Es la crónica de un amor que se niega a aceptar el silencio del tiempo.

Hay hombres que son un mapa y hombres que son un reloj. Antonio Pineda Duarte, a sus casi 92 años, es ambas cosas. Su rostro es el mapa de una vida curtida bajo el sol de Zirandaro, en el estado de Guerrero, México. Pero su corazón es un reloj detenido hace once años, el día en que su vida se suspendió en la espera. El día en que sus hijos se fueron al norte y el tiempo, para él, dejó de avanzar.

Desde entonces, Antonio camina. Es un peregrino en su propia tierra, un patriarca sin clan que desanda el asfalto hirviente de la carretera que une Huetamo con Churumuco. Su única brújula es una esperanza terca, casi animal; su única posesión, los nombres que repite como una letanía silenciosa, un rezo personal que solo él escucha: Eliseo. Alfonso. José María.

Eliseo Pineda Rodríguez. Alfonso Pineda Rodríguez. José María Pineda Rodríguez. Tres nombres que partieron hacia Estados Unidos en busca de un futuro y que, sin saberlo, se llevaron el presente de su padre. Once años de silencio. Once años en los que Antonio se ha convertido en parte del paisaje, una figura familiar para los que transitan esa ruta, con su bastón como único compañero y una marcha forzada que se rebela contra el cansancio de casi un siglo.

Fue Nataly Jiménez quien lo encontró y le puso palabras a su procesión silenciosa. Lo halló a más de treinta kilómetros del pueblo más cercano, con la mirada perdida en el horizonte de la ruta. “Duermo donde me agarra el cansancio”, le confesó Antonio. No tiene dinero para un pasaje. Su sustento es la caridad de la gente de las comunidades, almas anónimas que le ofrecen un plato de comida al verlo pasar, reconociendo en su figura la estampa de un dolor que no necesita explicación.

Pero hay un peso más hondo en el alma de Antonio, una herida sobre la herida. Su esposa, la madre de sus hijos, murió hace cinco años. Y la pregunta que lo carcome en las noches solitarias es una tortura: “¿Sabrán ellos que su madre ya no está? ¿Sabrán, acaso, que yo todavía vivo?”. Es el miedo a la doble ausencia, a ser un fantasma para los que son su única razón de existir. El temor a que sus hijos lloren por una madre muerta sin saber que su padre aún los llora vivos.

Esta no es solo la historia de Antonio. Es el relato universal de las familias rotas por la necesidad, de los padres y los hijos separados por una frontera que es mucho más que una línea en un mapa. Es la grieta que abre la distancia en miles de hogares de México, de Centroamérica, de tantos rincones del mundo donde irse es la única forma de quedarse.

Por eso este llamado cruza los países y los continentes, desde el polvo de Guerrero hasta el probable asfalto de Los Ángeles, California, donde se cree que los hermanos Pineda Rodríguez forjaron su nueva vida. Se pide un gesto tan simple y tan poderoso como compartir esta historia. Tejer una red invisible de solidaridad que pueda acortar los once años de distancia, que pueda poner en hora el reloj de Antonio.

Él asegura que es fácil encontrarlo en su comunidad, como si no fuera consciente de que él mismo se ha convertido en un faro. Un padre convertido en testamento del amor más incondicional, esperando en el borde del camino, la única certeza en su universo, a que una noticia, una voz, una imagen, le devuelva la vida que le fue prestada.

Y así, mientras el mundo gira, Antonio Pineda Duarte sigue caminando. Esperando el abrazo que le devuelva el tiempo.

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