El tipo del flequillo mágico tiene la capacidad de mirarte y volverte un niño. Es apenas un segundo, pero la transformación sucede sin que vos puedas darte cuenta o quieras manejarlo.
El tipo del flequillo mágico aparece de repente, una noche de agosto, pisando una cancha de parquet y cambiado para jugar, algo que rara vez sucede. Casi nunca.
Desde que decidió retirarse, en la cúspide de su carrera y siendo campeón, se esfumó. Desapareció por completo del ruido.
Todavía parece que las zapatillas que colgó en uno de los aros del Polideportivo Carlos Cerutti siguen ahí, porque nadie más pudo embocar una pelota naranja como él.
Porque el tipo del flequillo mágico tenía ese poder: embocaba e hipnotizaba a los que estaban a su alrededor, aunque hubiera 40 mil personas. Todos caían rendidos a sus pies.
Yo fui uno de esos que se agolpaban en el estadio para verlo con la camiseta “9” verde flamear por la cancha como un capitán de guerra, pero con la elegancia de un actor de cine que sabe la letra a la perfección.
Yo fui uno de esos hipnotizados que golpeaban las chapas del Cerutti con un ruido feroz, a las palmadas limpias. “Clap, clap, clap”. Hasta que la pelota llegaba a sus manos y todo era silencio. La película se volvía de cine mudo.
Hasta que la bola viajaba por el aire y besaba la red. ¡Blom! La explosión total.
Eso podía suceder unas 20, 30 veces por noche, lo que valía cada peso de la entrada que se pagaba. Y hasta el espectador quedaba en deuda con semejante show.
Pero eso pasó hace ya más de 20 años.
Por eso hay que volver a esta noche de agosto, cuando aquel tipo del flequillo mágico ya carga 60 años en su espalda.
Pero sus piernas con el pantalón corto se ven iguales. El físico es el mismo. Los brazos largos, la espalda un cachito inclinada hacia adelante.
Y tiene una gorra negra con la visera al revés, que oculta el flequillo. Pero es él.
Lo detecto apenas lo veo pisar la cancha a la que fuimos invitados a jugar un picado de básquet de veteranos. De gente mayor.
Casi todos con experiencia menor en este maravilloso deporte. Algunos jugaron sólo en minibásquet. Otros lo hicieron hasta llegar a la facultad. Y alguno pudo disputar alguna liga provincial con el club de su pueblo. Nada más. Amateurismo puro.
Por esas cosas del destino, el que entra a la cancha es Marcelo y ni hará falta que escriba su apellido.
Porque desde que Marcelo se adueñó de Córdoba, ya no hubo otros Marcelos en la ciudad. Ni en el país.
Y su leyenda todavía sigue en pie, a pesar de su ostracismo, de su discreción pública. A pesar de haberse borrado del mapa por motu proprio. Por no querer “figurar” nunca más.
Después de muchos años, alguien lo convenció para que volviera a jugar con amigos y así divertirse un rato. Y ahí estoy yo, dispuesto a enfrentarlo. Inmovilizado por completo.
Ya hizo su magia, ya me transformó en un niño.
Lo que ocurrió luego fue la mejor noche de mi vida. Para aquel pequeño Hernán que jugaba en el Club Atlético Juventud Unida de mi Almafuerte, y para este, ya cerca de los 45.
Ese niño que tenía colgado un aro de fierro en el patio y que se relataba haciendo jugadas (“la tiene Marcelo, ahí va Marcelo… Marcelo para tres”), ahora tenía que defender a ese Marcelo.
Apenas pude defenderlo. Primero, por la emoción. Y segundo, porque la pelota seguía obedeciendo como siempre al tipo de flequillo mágico, que parecía hablarle.
“Ahora vas a entrar desde acá derechito”. Y la pelota iba. Desde tres puntos y desde mitad de cancha también. Con esa misma mecánica de tiro que nunca más se volvió a ver.
“Marquen al de azul, que juega lindo”, dijo Marcelo. Me miré la remera y la mía era la azul.
El mundo pudo terminarse ahí mismo, que jamás habrá alguien tan feliz como yo al escuchar ese elogio.
Terminó el partido. Nos ganó todas las veces que quiso, porque, competidor como es, jamás quiso perder ni un picado de veteranos.
Nos abrazamos. Nos sacamos fotos. Le dispensamos todo tipo de elogios y le confesamos nuestra idolatría.
No quiso quedarse al asado. Saludó amablemente, se acomodó la gorra para ocultar el flequillo mágico y se fue.
Cuando cerró la puerta, todos dejamos de ser niños para volver a nuestra vida adulta de siempre.
La magia había sucedido.