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El debate Pombo

María Pombo. / EP

Recientemente una influencer que comparte apellido y parentesco con un Premio Cervantes dijo que los que leemos no somos mejores que los que no lo hacen. María Pombo, como quien no quiere la cosa, abrió un debate de dimensión similar al de la cebolla en la tortilla española, y de consecuencias tan imprevisibles como los aranceles de Trump. Pero vayamos por partes: en primer lugar, me parece magnífico que una persona con ese alcance mediático exprese opiniones incómodas de modo libre y respetuoso: eso es la libertad de expresión, tan amenazada en nuestro tiempo. Chapeau. Eso, en cuanto a la forma. El fondo va también de libertades. Leer o no hacerlo es un acto puramente volitivo. De los pocos que quedan. Leer libros, se entiende, porque leer, leemos todos los días: mensajes, correos, informaciones, pies de foto, etc. Volitivo como ir al gimnasio. Hoy a uno le miran raro si no hace crossfit o corre medias maratones. Yo he intentado ir al gimnasio, pero me aburre soberanamente. Siempre hay algún amigo pelma o alguna novia inasequible al desaliento que te dice que tienes que ir porque es bueno para ti. Sé que lo es, pero lo bueno que pueda ser no me compensa el aburrimiento que me produce. Me imagino que a María Pombo le pasa lo mismo con los libros. Tiene otras muchas ocupaciones que le llenan más, en tiempo y en satisfacción, y leer, al fin y al cabo, requiere tiempo y esfuerzo. José Bono, padre de influencer, tiene una frase célebre sobre su propio padre: «Sí, mi padre era falangista. Y yo no soy mejor que él». Me pareció una forma muy bonita de zanjar una pregunta muy malintencionada. Lo mismo vale para los no lectores. O para los lectores. «Fulanito era un gran lector, pero no era mejor que yo». En ese «mejor» está la clave. ¿Mejor en qué? ¿Mejor persona? Desde luego que no. Algunas de las mejores personas que he conocido no han leído un libro en su vida. Algunas no sabían siquiera leer. También alguna de las peores, por lo que estaremos de acuerdo en que la lectura no es un baremo de valía moral, no es lo que fija si uno es bueno o malo. Uno es metafísicamente bueno o malo. Punto. No hay razones científicamente explicables detrás de una condición tan primaria. En lo que sí creo que somos «mejores» los que leemos es en el trato que nos damos a nosotros mismos. Por varias razones: al leer, te das un tiempo para ti, un lujo contemporáneo. Un político amante de los libros decidió tener descendencia con una famosa política, y al nacer dos bebés en vez de uno, el ruido se multiplicó en casa. Cuenta la leyenda que el político, padre de las criaturas, dijo: «Me voy de esta casa. No me dejáis leer». Aunque frívolo, empatizo totalmente con él. Leer requiere un grado de privacidad que la vida contemporánea nos roba sistemáticamente. Requiere silencio, el bien más preciado en estos tiempos de puro ruido, y requiere una atención que hoy es difícilmente alcanzable por culpa del telefonito y el mono de dopamina. Sigo: al leer, reflexionas. Se puede discutir si reflexionar demasiado es bueno o malo. A mí me viene muy bien para justificar mi natural indolencia y mi tendencia a la inacción, pero a otros les vendría bien precisamente por lo contrario. Al leer, te evades, porque este mundo agota, y hay que buscar otros. Yo tengo muy claro que, al jubilarme, no tendré pensión, pero me quedarán los libros y la fotografía como asideros vitales. Que Dios me conserve la vista. No necesito mucho más. Ítem más: en los tiempos del “bro”, leer te hace hablar y escribir mejor. Te saca de ese vocabulario de apenas 400 palabras, de las que 200 son anglicismos y cincuenta interjecciones del reggaetón, en el que nos manejamos cotidianamente. Y, sobre todo, leer te ayuda a explorar la persona que quieres ser. Te proyecta en la vida, te interpela y te saca de tus cómodas certezas. Aunque ese es un proceso largo como un psicoanálisis, una gymkhana en la que cada libro te lleva a otro que es una pista hacia un camino lleno de azares, errático e infinito, a veces árido, otras selvático, pero que termina por llevarnos al lugar donde se esconde el tesoro. Ese camino es la vida. El tesoro eres tú, querida María. Pruébalo. Te gustará. Yo me apuntaré al gimnasio.

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